Hola a todos.
El próximo día 17 de junio, a las 19.30 de la tarde, en la biblioteca "Miguel de Cervantes" tendrá lugar la presentación del libro "Leche" de Marina Perezagua, por Emilo Calvo de Mora, con la presencia de la autora
Para ir abriendo boca, aquí os dejo un relato breve de la misma autora. Espero que lo disfrutéis.
"El
alga" un relato de Marina Perezagua.
Años
de inmersiones a pulmón han hecho que hoy, en superficie, si estoy quieta, de
modo que ningún tipo de movimiento requiera un gasto de oxígeno, sea capaz de
aguantar la respiración hasta seis minutos. Mi récord es, más precisamente,
seis minutos y siete segundos. Durante ese tiempo, tengo la impresión de que mi
pensamiento ocurre en otro lugar de mi cerebro, más alejado. Si creyera que es
posible, diría que ocurre fuera de mí, y que su actividad no interfiere en mi
cuerpo. Así, cualquier idea de miedo, alegría o tristeza, no alterará mi pulso
que, por la falta de aire, se va ralentizando. Por eso, hay dos maneras de
saber si respiro: una, arrimar un cuerpo a mi nariz o a mi boca, y la otra,
comprobar dónde ocurre mi pensamiento.
Ahora
respiro y pienso normalmente. Imagino que en los intervalos en que dejo de
respirar y el corazón comienza a bombear más despacio, una tomografía puede
mostrar que la actividad de mi cerebro, aunque moderada, existe. Pero nadie me
va a llevar a un hospital para descubrirme señales de vida porque, entre otras
cosas, el médico que me sostiene la mano es Iván, mi mejor amigo. Él fue quien,
como cómplice, accedió a certificar mi muerte cuando me sacaron del agua. Y él
es quien, en su papel de amigo de la infancia, va dando instrucciones de
proceder al velatorio, atendiendo a mis deseos.
Iván
les ha dicho a todos que, en caso de morir en el mar, era mi última voluntad
que no me velaran en una habitación oscura llena de cirios, sino aquí, en mi
barca, atracada en el muelle, desde donde, uno por uno, entrarán a despedirse.
Cuando se despida el último, Iván soltará los cabos y me llevará a alta mar. Al
regresar les dirá que me dejó ardiendo. Y al amanecer, quizá alguno, a lo
lejos, creerá ver un destello. Pensará que soy yo, naranja, incendiada. Mi
muerte para ellos será, para mí, mi nacimiento.
Van
llegando. Les oigo. Son todavía un coro de suspiros y susurros indistinguibles
en el muelle. Disimulo y espero. Tengo curiosidad por escuchar esas cosas que
sólo se dicen a los que ya no oyen. Tumbada bocarriba, inmóvil en el balanceo
de la barca, el graznido de las gaviotas empieza a adquirir otro sentido. Ahora
cantan. Las gaviotas son las sirenas del marinero muerto, pienso.
Los
primeros pasos que reconozco son los de mi tío. Su peso escora la barca a
estribor. Él fue el único en mi infancia que estimuló mi atracción hacia la
profundidad. Me habla: “Mientras yo pescaba, tú estabas en el agua y, a veces,
antes de subir, limpiabas el casco y liberabas la hélice de parásitos y
esponjas. A cambio, te permitía sumergirte agarrada al ancla. Yo mismo
acomodaba tu cuerpecito, de manera que no hubiera posibilidad de enredo, y te
bajaba con la manivela hasta tocar fondo”. Ah, tito, es cierto, fuiste tú quien
me enseñaste que bajar de esa manera, quieta, me permitía estar dentro mucho
más tiempo, porque mi cuerpo no consumía tanto oxígeno. Pensé que seguramente
por el mismo motivo yo siempre había cerrado los ojos en el agua. La mirada
exige aire. Mirar cansa.
Iván
me da tiempo para que pueda respirar entre visita y visita del cortejo que
espera en el muelle. Disimuladamente, me toma el pulso para comprobar que estoy
bien. Con un toque sutil en la muñeca me señala que las pulsaciones se
normalizan. Esto indica que tengo tres minutos para recuperarme y coger aire de
nuevo, mientras él hace esperar al siguiente que, desde el muelle, pensará que
me está arreglando el cabello, las pestañas, colocándome la mano que al último
familiar se le olvidó devolver a mi pecho.
Mi
situación requiere dos cualidades que condicionan las despedidas definitivas:
sinceridad y parquedad, motivada, esta última, por la limitación de tiempo,
teniendo en cuenta que, aunque ya cae la tarde, estamos en agosto, la canícula
continuará durante la noche, y mi cuerpo, se supone, comenzará a descomponerse
pronto. En realidad este límite temporal, que todos creen venir impuesto por el
deterioro de la carne, se corresponde con un impulso de vida: el tiempo que mi
cerebro se toma para volver a pedirme aire. He acordado con Iván que tres
minutos serán más que suficientes para que cada uno se despida.
Liberarse
de la necesidad de respirar favorece un estado de paz difícil de describir a
quien no lo haya experimentado. En esta paz espero a la próxima persona. Entra.
La siento cerca. Dice mi nombre, Alba. Y, sin embargo, ocurre algo insólito: es
la voz de un desconocido. Atiendo a la segunda palabra, y no hay duda. No sé
quién es. No he escuchado esta voz en mi vida. Me estremezco cuando, en un tono
alegre, dice las primeras frases: “Tu sexo hinchado. Yo todavía dolorido.
Cuando me desperté ya no estabas. Llevo horas buscándote”. Intento mantener la
tranquilidad necesaria para seguir conteniendo la respiración, estática, pero
la sorpresa ha devuelto mi pensamiento a su lugar habitual, y comienzo a hacer
juicios, a dudar, a preguntarme qué está pasando, de quién es la voz. No
adivino quién puede ser. Si estuviera en un tanatorio pensaría que se ha confundido
de muerta. Pero estoy en un puerto y a plena luz del día. No dice nada más.
Oigo cómo sale de la barca.
Entra
mi abuelo. Me sobra. Quiero que se vaya. Intento recordar dónde estuve anoche.
No me siento el sexo hinchado. No estuve en casa. Salí. No recuerdo con quién.
Me inquieto. Mi abuelo estorba mi pensamiento. Afortunadamente, la concisión
obligada hace de las palabras de los que se despiden un ejemplo perfecto de
precisión literaria pues, en la soledad de cada uno conmigo, se condensa todo lo
que hay que decirme. Así, mi abuelo expresa en unas pocas líneas el desprecio
agolpado de toda una vida, mientras que, en Navidad, se nos enfriaba la cena
esperando a que terminara un discurso de agradecimiento. Como siempre he estado
lejos, me llama extranjera. Esperaba que una vez muerta me llamara nieta. Pero
ya no duele. Sólo quiero que se marche.
Iván
hace tiempo para que me recupere respirando normalmente. Oigo cómo se acerca
otra persona. Aprovecho el momento en que alguien la ayuda a pasar del pantalán
a la barca y me preparo para contener de nuevo la respiración. Iván controlará
el reloj y, a los tres minutos, le dirá que tiene que dejar pasar al siguiente.
“El calor, ya sabe usted, no tenemos mucho tiempo”.
El
desconocido ha vuelto. Sus palabras me enfrían la piel de la oreja: “Te
olvidaste las medias. Tienen una pequeña mancha de sangre, apenas se ve. Te
agradezco el regalo”. Aun tumbada creo que me voy a caer. Quieta y con los ojos
cerrados, siento que el mundo oscuro sin orden ni desorden me da vueltas.
Vértigo. Me pregunto por qué Iván, que tan bien me conoce, no interviene en
esta situación. Él sabe que no hay ningún hombre en mi vida. Pero el
comportamiento de Iván con el extraño parece ser el mismo que con el resto de
los conocidos. Para no quebrar mis nervios intento convencerme de que quizá
sólo se trate de un bromista. Alguien que, como quien se cuela en una boda, se
cuela en un velatorio. Posiblemente ha escuchado cómo me llamo y esto es lo
único que sabe, pienso.
Después
de casi tres minutos sin respirar el cuerpo empieza a pedirme oxígeno a través
de movimientos involuntarios que, generalmente, ocurren a modo de pequeñas
contracciones en el estómago y la garganta. Puedo contar hasta setenta antes de
correr un riesgo. La presencia del extraño las ha incrementado. Por un momento
temo que alguien lo advierta, pero me tranquilizo, porque para ocultar las
contracciones Iván ha dado órdenes de que me envolvieran hasta la barbilla con
el paño de la vela. Sólo tengo al descubierto la cabeza, y los dos brazos sobre
el pecho. Aunque no me he visto, siento el peso de la tela. Sé que es una
mortaja lo suficientemente gruesa como para cubrir los pequeños espasmos,
acelerados por el extraño.
Oigo
la voz de mi prima Miriam. Aunque sabe que no voy a responder, me pregunta
quién es el hombre que acaba de marcharse. Espero que ella me dé alguna pista
que me ayude a identificarle. Escucho atentamente. Miriam, como todos, cree que
la causa de mi muerte es la que tantos pronosticaron: a fuerza de bajar cada vez
más profundo con una sola bocanada de aire, acabaría ahogada. Y recuerda un
capítulo de nuestra niñez: “De pequeña saltabas al agua desde el espigón y los
demás contábamos el tiempo que permanecías sumergida. Ahora te veo como a
Bruno, creo que así se llamaba aquel niño que competía contigo y que un día, al
salir, dijo que le dolía la cabeza, y se desplomó. Lo metieron en una bolsa
blanca mucho más grande que él”. Sí, lo recuerdo, y a mí me prohibieron volver
a bucear por un tiempo. Castigada en tierra, sentí la asfixia de la bolsa donde
metieron a Bruno. Aunque el pensamiento no tiene sentido, fantaseo con la idea
de que el extraño sea aquel niño que simuló su muerte como yo lo hago ahora, un
Bruno que ha crecido hasta mi misma edad. Mi prima continúa hablando. Creo que
Iván se ha distraído un instante, porque ella me escupe en el pecho y me
susurra: “Por fin ahora estás como en una bolsa. Asquerosa. Gusana de mar.
Ojalá que tu podredumbre sea tan grande como la de un calamar gigante, y que te
piquen las medusas, por fuera y por dentro”.
Alguien
me limpia la cara, debe de ser Iván. Pero no dice nada. Posiblemente piensa que
me han salpicado algunas gotas, porque mi barca, aunque segura, tiene la regala
apenas a cincuenta centímetros del agua, y estando atracada en puerto, el
coletazo de una lisa puede mojar el interior. Huelo la saliva de mi prima en el
pelo.
Temo
que el extraño no vuelva, o que Iván no entienda que quiera despedirse tantas
veces y le aleje de la barca. Pero regresa. Me dice cosas que no entiendo. Me
gusta. A diferencia de mi familia, es el único que me habla como si supiera que
estoy viva. Lo sabe, me lo dice: “Sé que vives. Todavía tengo grumos de tu
flujo en mi vello”. Deseo que sea cierto, que no se haya equivocado, que no sea
él el loco. Espero algún detalle que ubique el día en que nos conocimos, como
si en ese día estuviera la hebra que desenreda la madeja. Extraña sensación
esta de esperar que un desconocido me cuente por qué nos conocemos.
Entra
mi abuela. Recurrente agonía de esperar una pista. Pero ni estando yo muerta mi
abuela cambia su canción de siempre: “Sabía que la pesca submarina te costaría
la vida, como a tu madre”. Sólo esa frase, que repite dos veces, y después se
queda callada. De los tres minutos, le sobran dos y medio. Pero qué mentirosa
eres, abuela. Ojalá el extraño te tapara la boca con un pepino de mar. Mi madre
se fue huyendo de tu hijo. En cuanto a mí, todavía no has comprendido que lo de
la pesca submarina fue siempre un pretexto para bucear a pulmón. No entendías la
necesidad que, desde niña, tenía de estar allí abajo, agarrada a una roca del
fondo, quieta, sin abrir los ojos. Y tú me decías: “Pero, hija, ¿ni siquiera lo
haces por ver los peces?”. No, abuela. No tenía ninguna curiosidad por el
entorno submarino, y nunca me importó la pesca. Lo que me gustaba era buscar la
presión a profundidades cada vez mayores. Se siente como un abrazo en los
pulmones.
Iván
le dice a mi abuela que tiene que despedirse y ella, que siempre ha sido muy
bien mandada, se va.
Transpiro
bajo la vela. Si los muertos no sudan, espero que el sudor no me delate. Una
gota me baja por el muslo con el cosquilleo de una hormiga. Me llega cierto
olor a plástico que sólo ahora distingo perfectamente de las fibras naturales
del paño. Durante los minutos de recuperación no puedo dejar de pensar en el
intruso. Ha mencionado una mancha de sangre. Aunque sé que no me toca el
periodo, pienso en la posibilidad de que la gota que me resbala por el muslo no
sea de sudor.
Mi
padre también se ha despedido. Acaba de marcharse. No le he querido escuchar.
Prefería pensar en el extraño, que ahora está otra vez a mi lado. Y le hablo
para mis adentros, movida por la intimidad que me ha contado. Le digo que a
veces el terror de mi padre me despierta por las noches. Por conocer a mi padre
estoy a favor del aborto. Quiero que el extraño me oiga. Que no quiero tener
hijos. Pero entonces, noto que me toma la mano, me separa un poco un dedo y me
pone un anillo. “También te dejaste esto”, dice. Noto en el dedo el anillo que busqué
esta mañana. El sol me calienta el aro de metal en la piel y tiemblo.
Me
pregunto si, debido a la falta de aire, mi mente me está fallando y estoy
sufriendo un delirio, una alteración en mi estado de conciencia. Dicen que
después de tres minutos sin respirar el cerebro comienza a sufrir daños. Esto
no ocurre si se aprende a dirigir todo el oxígeno hacia la cabeza. Las manos,
los pies, las extremidades pueden pasarse sin aire mucho más tiempo. Sólo se
necesita entrenamiento y concentración. Pero no estoy concentrada, estoy
nerviosa, y pienso en la posibilidad de que el riego de mi cerebro no sea
suficiente y este hombre sea un espejismo de mis oídos.
Tomo
aire de nuevo para recuperarme. Iván me toca la cara, las manos. Supongo que
ahora sus gestos son interpretados por los demás, desde el muelle, como otra
forma de despedida. Pero algo me oprime la garganta. Es la voz de mi hermana
mayor. Sé que sus amenazas ya no tienen sentido. Sé que soy más fuerte que ella
porque ya no la escucho. Pero, algunas veces, me viene la imagen de su último
castigo. Cuando era niña una vecina del campo me regaló un huevo de lagarto. Me
lo entregó metido en un vaso con arena. Estuve durante un tiempo que a mí me
pareció inmenso vigilando el huevo, cuidando de su incubación en el vaso. Por
las noches, cuando veía las salamanquesas acercarse a la luz del jardín para
atrapar mosquitos, me imaginaba a mi lagarto naciendo, rompiendo la cáscara con
su cabeza de color ceniza. Un día mi hermana se enfadó conmigo y tiró el vaso
contra la pared. El lagarto prematuro no era gris, sino verde, y se movía torpe
entre los cristales y la arena esparcida. Por primera vez sentí la
responsabilidad de un sufrimiento animal y, en la necesidad de aliviarlo, entré
corriendo en la casa y lo arrojé al retrete. Mientras el reptil se iba por el
desagüe yo agradecía, fuera, el frío del agua en el corte que quema carne.
Quema la carne cuando el extraño me habla de mis labios cortados. Quisiera que
me pasara la lengua para suavizarlos. Creo que no sería la primera vez, que si
su lengua me rozara la piel reconocería todo lo que me cuenta, concediéndome la
memoria del cuerpo.
Pienso
en mi madre. Si viniera, ella me diría quién es él. Pero no vendrá. La quiero
más que a nada porque eligió vivir. Pienso en su fortaleza. Hasta hoy –me han
dicho– trabaja en un mundo de hombres. Es capitana de un barco que se llama
Argos.
Lo
que no me esperaba es que viniera mi primo. No me habla, pero sé que es él por
su olor a barco. Está aquí. Callado. Su presencia me sorprende como un milagro,
casi tanto como la del extraño, porque nunca ha salido de su camarote. Tiene
miedo. Sólo navega y escribe. Es una rosa de los vientos y una máquina de
escribir bien. Mi escritor preferido. El que nadie conoce. Yo le visito a veces
y, cuando después de sortear los demonios que impiden el paso, entro en su
camarote, pienso que si existe una imaginación fuera de una persona, está ahí,
en su habitáculo, cámara de creatividades. Quisiera restregarme por su cama,
por su escritorio, por su alfombra, como un caballo en un charco; pero el genio
no se contagia. El genio es una garrapata que no agarra en cualquiera.
Con
otro toque en la muñeca, Iván me avisa de que va a entrar la siguiente persona.
El olor a cerrado se va tras mi primo, y soy devuelta al aire libre y a mis
pensamientos en el desconocido.
La
entrada por segunda vez de mi padre me hace pensar que será la última persona
en despedirse. Me da en la frente un beso que quisiera vomitarle. Seguramente
después de él Iván soltará las amarras y me separará, como hemos convenido, de
esta tierra familiar. La excitación de la partida, de que todo se aleje como
hemos planeado, es grande, pero no tanta como para nublar mi necesidad por
conocer al intruso. Cuando mi padre sale de la barca estoy en ascuas, con todos
los sentidos, excepto la vista, abiertos, atentos al próximo cambio en mi
situación. Mi cuerpo, como un alga, sigue a merced de movimientos ajenos. Es el
mismo sentimiento de alga que tengo cuando el extraño me habla. Me desplazo
gelatinosa por las humedades de lo que cuenta. Quiero decirle: “Te creo. Si tú
dices que tienes mis medias, es cierto. Si dices que las manché de sangre,
también. Y grité y gemí. Y mi sexo está hinchado y tú dolorido por mí. Y me
quieres tanto que vas a recoger los excrementos de todas las focas del universo
para vestir a mi familia de estiércol”.
Como
si hubiera escuchado mis deseos, el extraño ha vuelto. Estoy nerviosa. La
tensión es tanta que arma un esqueleto. Ahora soy un alga vertebrada. La sangre
me riega con fuerza cada capilar, me endurece la carne, los músculos que
revisten la espina dorsal. El alga que he sido ya no es verde ni blanda. Soy
otra cosa. El alga que he sido tiende a coral. Entonces recuerdo. Fue ayer. La
playa. La noche. Un desconocido en una roca. Me gusta su silueta. Me acerco. La
única luz es una pequeña fluorescencia en la boya que él sostiene con el sedal.
Me ofrece una lata que saca de una nevera removiendo el hielo. La abro. Es
cerveza. Me desnudo. Se desnuda. La lucecita de la boya se sumerge. Han picado.
Sacamos el pez y lo echamos al cubo. Nos besamos, nos acariciamos, compartimos
la cerveza y todos los líquidos del cuerpo. Nos agotamos. Me duermo. Al
despertar estiro los brazos, las piernas, los dedos de los pies, me crujo
cuanto puedo. Abro la boca, tomo una gran bocanada de aire para oxigenar mi
cerebro. La madrugada. Le dejo dormido. De vuelta a casa veo que me falta ropa,
que he perdido el anillo. Después olvido. Me ducho antes de llamar a Iván para
ultimar los detalles de esta despedida. Ahora Iván suelta amarras, pero el
intruso sigue junto a mí. Estamos saliendo de puerto.
Del
libro LECHE
De Marina Perezagua
El
título del libro hace referencia a un testimonio oral, una historia que hace
unos meses me contó una superviviente de los horrores de Nanking cuando China
fue invadida. Con la escritura del relato “Leche”, el más breve del libro,
quise redimir el horror de la experiencia en aquel campo de concentración, y
hacerlo mediante la construcción de otra historia paralela.
Finalmente decidí titular el
libro tal como la historia de Nanking, Leche, porque considero que este
líquido, desde su carácter nutricio y seminal, pasa por cada historia, más allá
de cualquier tipo de división binaria, comenzando por la de género. La leche de
estos relatos no es ni inseminadora (de hombre) ni láctea (de mujer), sino
ambas cosas, pero también muchas más. Es el impulso de vida que, a través del
imaginario, nos ayuda a resistir mediante la destrucción de las categorías
establecidas. Marina
Perezagua
Esperamos veros a todos por aquí.