martes, 25 de junio de 2013

Próxima reunión cancelada.

Hola a todos.
Siento deciros que mañana no habrá reunión semanal pues el medico me ha prorrogado la baja por una semana. Nos vemos el jueves en nuestro almuerzo de despedida.
Hasta el jueves.

martes, 18 de junio de 2013

URGENTE!!!!!!! Próxima reunión.

Hola a todos.
Lamento tener que comunicaros que el médico no me ha dado el alta hoy, por lo tanto la reunión de mañana no se podrá celebrar.
Espero veros a todos el próximo miercoles día 26 de junio para poder despedir el curso.
Un abrazo a todos.

martes, 11 de junio de 2013

Presentación del libro "Leche" de Marina Perezagua

Hola a todos.
El próximo día 17 de junio, a las 19.30 de la tarde, en la biblioteca "Miguel de Cervantes" tendrá lugar la presentación del libro "Leche" de Marina Perezagua, por Emilo Calvo de Mora, con la presencia de la autora




Para ir abriendo boca, aquí os dejo un relato breve de la misma autora. Espero que lo disfrutéis.

"El alga" un relato de Marina Perezagua.
Años de inmersiones a pulmón han hecho que hoy, en superficie, si estoy quieta, de modo que ningún tipo de movimiento requiera un gasto de oxígeno, sea capaz de aguantar la respiración hasta seis minutos. Mi récord es, más precisamente, seis minutos y siete segundos. Durante ese tiempo, tengo la impresión de que mi pensamiento ocurre en otro lugar de mi cerebro, más alejado. Si creyera que es posible, diría que ocurre fuera de mí, y que su actividad no interfiere en mi cuerpo. Así, cualquier idea de miedo, alegría o tristeza, no alterará mi pulso que, por la falta de aire, se va ralentizando. Por eso, hay dos maneras de saber si respiro: una, arrimar un cuerpo a mi nariz o a mi boca, y la otra, comprobar dónde ocurre mi pensamiento.
Ahora respiro y pienso normalmente. Imagino que en los intervalos en que dejo de respirar y el corazón comienza a bombear más despacio, una tomografía puede mostrar que la actividad de mi cerebro, aunque moderada, existe. Pero nadie me va a llevar a un hospital para descubrirme señales de vida porque, entre otras cosas, el médico que me sostiene la mano es Iván, mi mejor amigo. Él fue quien, como cómplice, accedió a certificar mi muerte cuando me sacaron del agua. Y él es quien, en su papel de amigo de la infancia, va dando instrucciones de proceder al velatorio, atendiendo a mis deseos.
Iván les ha dicho a todos que, en caso de morir en el mar, era mi última voluntad que no me velaran en una habitación oscura llena de cirios, sino aquí, en mi barca, atracada en el muelle, desde donde, uno por uno, entrarán a despedirse. Cuando se despida el último, Iván soltará los cabos y me llevará a alta mar. Al regresar les dirá que me dejó ardiendo. Y al amanecer, quizá alguno, a lo lejos, creerá ver un destello. Pensará que soy yo, naranja, incendiada. Mi muerte para ellos será, para mí, mi nacimiento.
Van llegando. Les oigo. Son todavía un coro de suspiros y susurros indistinguibles en el muelle. Disimulo y espero. Tengo curiosidad por escuchar esas cosas que sólo se dicen a los que ya no oyen. Tumbada bocarriba, inmóvil en el balanceo de la barca, el graznido de las gaviotas empieza a adquirir otro sentido. Ahora cantan. Las gaviotas son las sirenas del marinero muerto, pienso.
Los primeros pasos que reconozco son los de mi tío. Su peso escora la barca a estribor. Él fue el único en mi infancia que estimuló mi atracción hacia la profundidad. Me habla: “Mientras yo pescaba, tú estabas en el agua y, a veces, antes de subir, limpiabas el casco y liberabas la hélice de parásitos y esponjas. A cambio, te permitía sumergirte agarrada al ancla. Yo mismo acomodaba tu cuerpecito, de manera que no hubiera posibilidad de enredo, y te bajaba con la manivela hasta tocar fondo”. Ah, tito, es cierto, fuiste tú quien me enseñaste que bajar de esa manera, quieta, me permitía estar dentro mucho más tiempo, porque mi cuerpo no consumía tanto oxígeno. Pensé que seguramente por el mismo motivo yo siempre había cerrado los ojos en el agua. La mirada exige aire. Mirar cansa.
Iván me da tiempo para que pueda respirar entre visita y visita del cortejo que espera en el muelle. Disimuladamente, me toma el pulso para comprobar que estoy bien. Con un toque sutil en la muñeca me señala que las pulsaciones se normalizan. Esto indica que tengo tres minutos para recuperarme y coger aire de nuevo, mientras él hace esperar al siguiente que, desde el muelle, pensará que me está arreglando el cabello, las pestañas, colocándome la mano que al último familiar se le olvidó devolver a mi pecho.
Mi situación requiere dos cualidades que condicionan las despedidas definitivas: sinceridad y parquedad, motivada, esta última, por la limitación de tiempo, teniendo en cuenta que, aunque ya cae la tarde, estamos en agosto, la canícula continuará durante la noche, y mi cuerpo, se supone, comenzará a descomponerse pronto. En realidad este límite temporal, que todos creen venir impuesto por el deterioro de la carne, se corresponde con un impulso de vida: el tiempo que mi cerebro se toma para volver a pedirme aire. He acordado con Iván que tres minutos serán más que suficientes para que cada uno se despida.
Liberarse de la necesidad de respirar favorece un estado de paz difícil de describir a quien no lo haya experimentado. En esta paz espero a la próxima persona. Entra. La siento cerca. Dice mi nombre, Alba. Y, sin embargo, ocurre algo insólito: es la voz de un desconocido. Atiendo a la segunda palabra, y no hay duda. No sé quién es. No he escuchado esta voz en mi vida. Me estremezco cuando, en un tono alegre, dice las primeras frases: “Tu sexo hinchado. Yo todavía dolorido. Cuando me desperté ya no estabas. Llevo horas buscándote”. Intento mantener la tranquilidad necesaria para seguir conteniendo la respiración, estática, pero la sorpresa ha devuelto mi pensamiento a su lugar habitual, y comienzo a hacer juicios, a dudar, a preguntarme qué está pasando, de quién es la voz. No adivino quién puede ser. Si estuviera en un tanatorio pensaría que se ha confundido de muerta. Pero estoy en un puerto y a plena luz del día. No dice nada más. Oigo cómo sale de la barca.
Entra mi abuelo. Me sobra. Quiero que se vaya. Intento recordar dónde estuve anoche. No me siento el sexo hinchado. No estuve en casa. Salí. No recuerdo con quién. Me inquieto. Mi abuelo estorba mi pensamiento. Afortunadamente, la concisión obligada hace de las palabras de los que se despiden un ejemplo perfecto de precisión literaria pues, en la soledad de cada uno conmigo, se condensa todo lo que hay que decirme. Así, mi abuelo expresa en unas pocas líneas el desprecio agolpado de toda una vida, mientras que, en Navidad, se nos enfriaba la cena esperando a que terminara un discurso de agradecimiento. Como siempre he estado lejos, me llama extranjera. Esperaba que una vez muerta me llamara nieta. Pero ya no duele. Sólo quiero que se marche.
Iván hace tiempo para que me recupere respirando normalmente. Oigo cómo se acerca otra persona. Aprovecho el momento en que alguien la ayuda a pasar del pantalán a la barca y me preparo para contener de nuevo la respiración. Iván controlará el reloj y, a los tres minutos, le dirá que tiene que dejar pasar al siguiente. “El calor, ya sabe usted, no tenemos mucho tiempo”.
El desconocido ha vuelto. Sus palabras me enfrían la piel de la oreja: “Te olvidaste las medias. Tienen una pequeña mancha de sangre, apenas se ve. Te agradezco el regalo”. Aun tumbada creo que me voy a caer. Quieta y con los ojos cerrados, siento que el mundo oscuro sin orden ni desorden me da vueltas. Vértigo. Me pregunto por qué Iván, que tan bien me conoce, no interviene en esta situación. Él sabe que no hay ningún hombre en mi vida. Pero el comportamiento de Iván con el extraño parece ser el mismo que con el resto de los conocidos. Para no quebrar mis nervios intento convencerme de que quizá sólo se trate de un bromista. Alguien que, como quien se cuela en una boda, se cuela en un velatorio. Posiblemente ha escuchado cómo me llamo y esto es lo único que sabe, pienso.
Después de casi tres minutos sin respirar el cuerpo empieza a pedirme oxígeno a través de movimientos involuntarios que, generalmente, ocurren a modo de pequeñas contracciones en el estómago y la garganta. Puedo contar hasta setenta antes de correr un riesgo. La presencia del extraño las ha incrementado. Por un momento temo que alguien lo advierta, pero me tranquilizo, porque para ocultar las contracciones Iván ha dado órdenes de que me envolvieran hasta la barbilla con el paño de la vela. Sólo tengo al descubierto la cabeza, y los dos brazos sobre el pecho. Aunque no me he visto, siento el peso de la tela. Sé que es una mortaja lo suficientemente gruesa como para cubrir los pequeños espasmos, acelerados por el extraño.
Oigo la voz de mi prima Miriam. Aunque sabe que no voy a responder, me pregunta quién es el hombre que acaba de marcharse. Espero que ella me dé alguna pista que me ayude a identificarle. Escucho atentamente. Miriam, como todos, cree que la causa de mi muerte es la que tantos pronosticaron: a fuerza de bajar cada vez más profundo con una sola bocanada de aire, acabaría ahogada. Y recuerda un capítulo de nuestra niñez: “De pequeña saltabas al agua desde el espigón y los demás contábamos el tiempo que permanecías sumergida. Ahora te veo como a Bruno, creo que así se llamaba aquel niño que competía contigo y que un día, al salir, dijo que le dolía la cabeza, y se desplomó. Lo metieron en una bolsa blanca mucho más grande que él”. Sí, lo recuerdo, y a mí me prohibieron volver a bucear por un tiempo. Castigada en tierra, sentí la asfixia de la bolsa donde metieron a Bruno. Aunque el pensamiento no tiene sentido, fantaseo con la idea de que el extraño sea aquel niño que simuló su muerte como yo lo hago ahora, un Bruno que ha crecido hasta mi misma edad. Mi prima continúa hablando. Creo que Iván se ha distraído un instante, porque ella me escupe en el pecho y me susurra: “Por fin ahora estás como en una bolsa. Asquerosa. Gusana de mar. Ojalá que tu podredumbre sea tan grande como la de un calamar gigante, y que te piquen las medusas, por fuera y por dentro”.
Alguien me limpia la cara, debe de ser Iván. Pero no dice nada. Posiblemente piensa que me han salpicado algunas gotas, porque mi barca, aunque segura, tiene la regala apenas a cincuenta centímetros del agua, y estando atracada en puerto, el coletazo de una lisa puede mojar el interior. Huelo la saliva de mi prima en el pelo.
Temo que el extraño no vuelva, o que Iván no entienda que quiera despedirse tantas veces y le aleje de la barca. Pero regresa. Me dice cosas que no entiendo. Me gusta. A diferencia de mi familia, es el único que me habla como si supiera que estoy viva. Lo sabe, me lo dice: “Sé que vives. Todavía tengo grumos de tu flujo en mi vello”. Deseo que sea cierto, que no se haya equivocado, que no sea él el loco. Espero algún detalle que ubique el día en que nos conocimos, como si en ese día estuviera la hebra que desenreda la madeja. Extraña sensación esta de esperar que un desconocido me cuente por qué nos conocemos.
Entra mi abuela. Recurrente agonía de esperar una pista. Pero ni estando yo muerta mi abuela cambia su canción de siempre: “Sabía que la pesca submarina te costaría la vida, como a tu madre”. Sólo esa frase, que repite dos veces, y después se queda callada. De los tres minutos, le sobran dos y medio. Pero qué mentirosa eres, abuela. Ojalá el extraño te tapara la boca con un pepino de mar. Mi madre se fue huyendo de tu hijo. En cuanto a mí, todavía no has comprendido que lo de la pesca submarina fue siempre un pretexto para bucear a pulmón. No entendías la necesidad que, desde niña, tenía de estar allí abajo, agarrada a una roca del fondo, quieta, sin abrir los ojos. Y tú me decías: “Pero, hija, ¿ni siquiera lo haces por ver los peces?”. No, abuela. No tenía ninguna curiosidad por el entorno submarino, y nunca me importó la pesca. Lo que me gustaba era buscar la presión a profundidades cada vez mayores. Se siente como un abrazo en los pulmones.
Iván le dice a mi abuela que tiene que despedirse y ella, que siempre ha sido muy bien mandada, se va.
Transpiro bajo la vela. Si los muertos no sudan, espero que el sudor no me delate. Una gota me baja por el muslo con el cosquilleo de una hormiga. Me llega cierto olor a plástico que sólo ahora distingo perfectamente de las fibras naturales del paño. Durante los minutos de recuperación no puedo dejar de pensar en el intruso. Ha mencionado una mancha de sangre. Aunque sé que no me toca el periodo, pienso en la posibilidad de que la gota que me resbala por el muslo no sea de sudor.
Mi padre también se ha despedido. Acaba de marcharse. No le he querido escuchar. Prefería pensar en el extraño, que ahora está otra vez a mi lado. Y le hablo para mis adentros, movida por la intimidad que me ha contado. Le digo que a veces el terror de mi padre me despierta por las noches. Por conocer a mi padre estoy a favor del aborto. Quiero que el extraño me oiga. Que no quiero tener hijos. Pero entonces, noto que me toma la mano, me separa un poco un dedo y me pone un anillo. “También te dejaste esto”, dice. Noto en el dedo el anillo que busqué esta mañana. El sol me calienta el aro de metal en la piel y tiemblo.
Me pregunto si, debido a la falta de aire, mi mente me está fallando y estoy sufriendo un delirio, una alteración en mi estado de conciencia. Dicen que después de tres minutos sin respirar el cerebro comienza a sufrir daños. Esto no ocurre si se aprende a dirigir todo el oxígeno hacia la cabeza. Las manos, los pies, las extremidades pueden pasarse sin aire mucho más tiempo. Sólo se necesita entrenamiento y concentración. Pero no estoy concentrada, estoy nerviosa, y pienso en la posibilidad de que el riego de mi cerebro no sea suficiente y este hombre sea un espejismo de mis oídos.
Tomo aire de nuevo para recuperarme. Iván me toca la cara, las manos. Supongo que ahora sus gestos son interpretados por los demás, desde el muelle, como otra forma de despedida. Pero algo me oprime la garganta. Es la voz de mi hermana mayor. Sé que sus amenazas ya no tienen sentido. Sé que soy más fuerte que ella porque ya no la escucho. Pero, algunas veces, me viene la imagen de su último castigo. Cuando era niña una vecina del campo me regaló un huevo de lagarto. Me lo entregó metido en un vaso con arena. Estuve durante un tiempo que a mí me pareció inmenso vigilando el huevo, cuidando de su incubación en el vaso. Por las noches, cuando veía las salamanquesas acercarse a la luz del jardín para atrapar mosquitos, me imaginaba a mi lagarto naciendo, rompiendo la cáscara con su cabeza de color ceniza. Un día mi hermana se enfadó conmigo y tiró el vaso contra la pared. El lagarto prematuro no era gris, sino verde, y se movía torpe entre los cristales y la arena esparcida. Por primera vez sentí la responsabilidad de un sufrimiento animal y, en la necesidad de aliviarlo, entré corriendo en la casa y lo arrojé al retrete. Mientras el reptil se iba por el desagüe yo agradecía, fuera, el frío del agua en el corte que quema carne. Quema la carne cuando el extraño me habla de mis labios cortados. Quisiera que me pasara la lengua para suavizarlos. Creo que no sería la primera vez, que si su lengua me rozara la piel reconocería todo lo que me cuenta, concediéndome la memoria del cuerpo.
Pienso en mi madre. Si viniera, ella me diría quién es él. Pero no vendrá. La quiero más que a nada porque eligió vivir. Pienso en su fortaleza. Hasta hoy –me han dicho– trabaja en un mundo de hombres. Es capitana de un barco que se llama Argos.
Lo que no me esperaba es que viniera mi primo. No me habla, pero sé que es él por su olor a barco. Está aquí. Callado. Su presencia me sorprende como un milagro, casi tanto como la del extraño, porque nunca ha salido de su camarote. Tiene miedo. Sólo navega y escribe. Es una rosa de los vientos y una máquina de escribir bien. Mi escritor preferido. El que nadie conoce. Yo le visito a veces y, cuando después de sortear los demonios que impiden el paso, entro en su camarote, pienso que si existe una imaginación fuera de una persona, está ahí, en su habitáculo, cámara de creatividades. Quisiera restregarme por su cama, por su escritorio, por su alfombra, como un caballo en un charco; pero el genio no se contagia. El genio es una garrapata que no agarra en cualquiera.
Con otro toque en la muñeca, Iván me avisa de que va a entrar la siguiente persona. El olor a cerrado se va tras mi primo, y soy devuelta al aire libre y a mis pensamientos en el desconocido.
La entrada por segunda vez de mi padre me hace pensar que será la última persona en despedirse. Me da en la frente un beso que quisiera vomitarle. Seguramente después de él Iván soltará las amarras y me separará, como hemos convenido, de esta tierra familiar. La excitación de la partida, de que todo se aleje como hemos planeado, es grande, pero no tanta como para nublar mi necesidad por conocer al intruso. Cuando mi padre sale de la barca estoy en ascuas, con todos los sentidos, excepto la vista, abiertos, atentos al próximo cambio en mi situación. Mi cuerpo, como un alga, sigue a merced de movimientos ajenos. Es el mismo sentimiento de alga que tengo cuando el extraño me habla. Me desplazo gelatinosa por las humedades de lo que cuenta. Quiero decirle: “Te creo. Si tú dices que tienes mis medias, es cierto. Si dices que las manché de sangre, también. Y grité y gemí. Y mi sexo está hinchado y tú dolorido por mí. Y me quieres tanto que vas a recoger los excrementos de todas las focas del universo para vestir a mi familia de estiércol”.
Como si hubiera escuchado mis deseos, el extraño ha vuelto. Estoy nerviosa. La tensión es tanta que arma un esqueleto. Ahora soy un alga vertebrada. La sangre me riega con fuerza cada capilar, me endurece la carne, los músculos que revisten la espina dorsal. El alga que he sido ya no es verde ni blanda. Soy otra cosa. El alga que he sido tiende a coral. Entonces recuerdo. Fue ayer. La playa. La noche. Un desconocido en una roca. Me gusta su silueta. Me acerco. La única luz es una pequeña fluorescencia en la boya que él sostiene con el sedal. Me ofrece una lata que saca de una nevera removiendo el hielo. La abro. Es cerveza. Me desnudo. Se desnuda. La lucecita de la boya se sumerge. Han picado. Sacamos el pez y lo echamos al cubo. Nos besamos, nos acariciamos, compartimos la cerveza y todos los líquidos del cuerpo. Nos agotamos. Me duermo. Al despertar estiro los brazos, las piernas, los dedos de los pies, me crujo cuanto puedo. Abro la boca, tomo una gran bocanada de aire para oxigenar mi cerebro. La madrugada. Le dejo dormido. De vuelta a casa veo que me falta ropa, que he perdido el anillo. Después olvido. Me ducho antes de llamar a Iván para ultimar los detalles de esta despedida. Ahora Iván suelta amarras, pero el intruso sigue junto a mí. Estamos saliendo de puerto.
Del libro LECHE
De Marina Perezagua

El título del libro hace referencia a un testimonio oral, una historia que hace unos meses me contó una superviviente de los horrores de Nanking cuando China fue invadida. Con la escritura del relato “Leche”, el más breve del libro, quise redimir el horror de la experiencia en aquel campo de concentración, y hacerlo mediante la construcción de otra historia paralela.
Finalmente decidí titular el libro tal como la historia de Nanking, Leche, porque considero que este líquido, desde su carácter nutricio y seminal, pasa por cada historia, más allá de cualquier tipo de división binaria, comenzando por la de género. La leche de estos relatos no es ni inseminadora (de hombre) ni láctea (de mujer), sino ambas cosas, pero también muchas más. Es el impulso de vida que, a través del imaginario, nos ayuda a resistir mediante la destrucción de las categorías establecidas.  
Marina Perezagua


Esperamos veros a todos por aquí.






jueves, 6 de junio de 2013

Rafael Riego. El mito liberal

Hola a todos.
Os dejo este post publicado en el blog de uno de los enlaces que tenéis a vuestra derecha y que no puede ser más oportuno para el tema que acabamos de ver en nuestra anterior reunión del miercoles. Como sabéis hemos hablado de todos los pronunciamientos que se produjeron dentro del Sexenio Absolutista, primera etapa del reinado de Fernando VII y que dieron lugar a la segunda etapa llamada Trienio Liberal. Entre ellos los que fueron protagonizados por Riego.
Espero que lo disfrutéis.

Soldados/ la Patria/ os llama a la lid/ juremos por ella/ vencer o morir”. (Casi) todos los españoles hemos escuchado alguna vez estas estrofas del Himno de Riego, la canción que entonaron, en su campaña por Andalucía, las tropas sublevadas en Cabezas de San Juan, el 1 de enero de 1820, símbolo de la España liberal, convertida más tarde, en el trascurso de la Historia, en metáfora musical de la lucha que sostuvo el pueblo español contra el fascismo y el militarismo durante los años de la República y de la guerra (in)civil.


 
Menos conocida que la letra de este himno puede que sea para los españoles actuales la figura del bravo militar Rafael del Riego, un nombre que  fue  por muchos años símbolo de la España que quería emerger de las tinieblas del oscurantismo y la opresión.

Vamos a recordar en esta entrada brevemente la vida de este mito liberal, poniendo al día anteriores lecturas[1].


Rafael del Riego  Flórez  nació el 7 de Abril de 1784 en Tuña, concejo de Tineo (Asturias). Su padre, Antonio del Riego, era administrador general de Correos y hombre de acendrada vocación literaria. Por su cuna, pertenecía a la baja nobleza asturiana, importante vivero del liberalismo español en la primera mitad del siglo XIX. Estudió en Oviedo las primeras letras y latinidad y después se recibió de Bachiller en Filosofía en la Universidad de Oviedo, sin llegar a licenciarse, pues, en 1807, se decidió por la carrera militar ingresando en la Compañía americana de tropas de la Real Persona con la que intervino en el motín de Aranjuez, el 17 de mayo de 1808. Confinado en Aranjuez por haber desobedecido las órdenes del general Murat que comandaba las tropas francesas en España, pudo escapar y huir a Asturias decidido a incorporarse a la lucha armada contra el invasor.
 
El 8 de agosto de 1808, la Junta del Principado le nombró, con el grado de capitán,  ayudante del general Vicente Acevedo, bajo cuyas órdenes actuó en la batalla de Espinosa de los Monteros (10 y 11 de noviembre de 1808). Pudo haberse salvado del desastre pero se negó abandonar a su general herido, siendo hecho prisionero y enviado a Francia donde pasó más de cinco años en los depósitos de Dijon, Autun y Chalons-sur-Saone en régimen de semi cautividad.
No se ponen de acuerdo los estudiosos de su biografía sobre si fue en Francia donde arraigaron en él sus convicciones liberales.  Asi lo creen Menéndez Pelayo, Baroja o Marañón siguiendo lo que escribió Luis Viardot en un libro publicado en 1826, donde expresamente cita a Riego, haciendo de su cautiverio y del de otros diez mil oficiales españoles  una de las causas de la revolución de 1820. Sin embargo, no es del todo seguro que esta situación fuera el motivo determinante de tales inclinaciones, que más bien estarían en su talante y en los ambientes familiares en los que vivió y se educó, así como tampoco está clara su afiliación a la masonería, como asegura  Baroja en “Los caminos del mundo” y que algunos historiadores rechazan.  Lo que se sabe cierto es que durante estos años aprendió inglés y tomó lecciones de comercio.

En 1813 logró evadirse y volvió a España tras un largo periplo, justo a tiempo para jurar en La Coruña la Constitución ante el general Lacy. Poco después retornó Fernando VII y con él la restauración absolutista. Los seis años siguientes los pasó Rafael en distintos destinos: Madrid, Bilbao, Logroño, La Carolina y finalmente, en 1819,  Las Cabezas de San Juan en la provincia de Cádiz. Tenía entonces treinta y cinco años y el grado de teniente coronel.

Aburrimiento, tedio, frustración, desesperanza, estos eran los sentimientos que embargaban a muchos oficiales  que, como Riego, sufrían las penurias de la vida militar bajo una monarquía en quiebra y que añoraban los tiempos de la Guerra de la Independencia “en que la comunión con el pueblo y los principios patrióticos de la Constitución gaditana hacia abrigar esperanzas  en una verdadera regeneración nacional, según expresión de la época” (y de todas las épocas de crisis, añadiría, como en la España finisecular del 98 y en el momento actual). Todo ello agravado con la perspectiva de un embarque forzoso de las tropas a su mando para sofocar la rebelión en las colonias americanas[2]
Comprometido en los movimientos revolucionarios, Riego no pudo evitar el encarcelamiento de los conjurados detenidos por Enrique O´Donnell, conde de La Bisbal, pero la conspiración liberal, en la que participaban Mendizábal y Alcalá Galiano, siguió su curso, y salió adelante sobre todo debido a su audacia al proclamar, el 1 de enero de 1820, al frente su batallón de Asturias, desde el balcón del Ayuntamiento de Las Cabezas de San Juan[3], la Constitución de 1812, exhortándoles a alzarse en armas contra el despotismo y por la libertad y derechos de la nación.

Me parece interesante reflejar aquí el texto que se estima más aproximado al sentido original de esta proclama. Decía así:
 

Soldados, mi amor hacia vosotros es grande. Por lo mismo yo no podría consentir, como jefe vuestro que se os alejase de vuestra patria, en unos barcos podridos, para llevaros a hacer una guerra injusta al nuevo mundo; ni que se os compiliese a abandonar a vuestros padres y hermanos, dejándoles sumidos en la miseria y la presión. Vosotros debéis a aquellos la vida y, por tanto,  es de vuestra obligación y agradecimiento el prolongársela sosteniéndolos en la ancianidad; y aún también, si fuese necesario el sacrificar las vuestras, para romperles las cadenas que los tiene oprimidos desde el año 1814.
Un rey absoluto, a su antojo y albedrío les impone contribuciones y gabelas que no pueden soportar; los veja, los oprime, y por ultimo como colmo de sus desgracias, os arrebata a vosotros, sus caros hijos para sacrificaros a su orgullo y ambición. Sí, a vosotros os arrebatan del paterno seno, para que en lejanos y opuestos climas vayáis a sostener una guerra inútil, que podría fácilmente terminarse con solo reintegrar en sus derechos  a la Nación Española. La Constitución, sí, la Constitución,  basta para apaciguar a nuestros hermanos de América.

España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación. El rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la guerra dela Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución; la Constitución, pacto entre el Monarca y su pueblo, cimiento y encarnación de toda la Nación moderna.  
La Constitución española, justa y liberal ha sido elaborada en Cádiz entre sangre  y sufrimiento. Mas el  rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el Rey jure y respete esa Constitución de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de los españoles, de todos los españoles desde el Rey al último labrador…
Sí, si soldados, la Constitución

¡Viva la Constitución!”

No hay palabras, escribirá el propio Riego algunos meses después en un relato autógrafo- para dar una remota idea de la especie de inconcebible electricidad que se apoderó de las almas de todos los individuos de mi batallón al oírme pronunciar la tan dulce como deseada palabra de Constitución o muerte”.
A partir de aquel momento desplegó una intensa actividad al frente de su batallón, emprendiendo una marcha por Andalucía con su pequeño ejército, formado por 1.600 hombres, intentando, con diversa fortuna,  proclamar la Constitución en diversos lugares, muchas veces en medio de la indiferencia de las poblaciones. La marcha, que duró dos meses, no fue un paseo militar. Las resistencias encontradas en las fuerzas leales a la monarquía absoluta, los problemas de intendencia, las bajas en combate y las  enfermedades diezmaron a sus tropas. Cuando ya apurado, creyendo fracasada la operación, buscaba la frontera portuguesa para librarse de una muerte segura,  fue informado de la propagación de la revolución liberal por buena parte del país y de la aceptación de Fernando VII a jurar la Constitución.
 
 
Cómo era Rafael del Riego, en estos años revolucionarios? Alcalá Galiano, que no era precisamente su mayor admirador, le describirá muchos años más tarde como un joven “de alguna instrucción, aunque corta y superficial, no muy agudo ingenio ni sano discurso, si bien  no dejaba de manifestar del primero algunos destellos, condición arrebatada, valor impetuoso en los peligros, a la par con escasa fortaleza en los reveses y … constante sed de gloria”

Con el triunfo de la libertad, los conspiradores, el brigadier O´Daly, los coroneles Quiroga, Riego, no sin resistencia por su parte, Arco Agüero, López Baños fueron promovidos al empleo de mariscales de campo. Riego, que había hecho una entrada triunfal en Sevilla, tenido ya como un ídolo por el pueblo,  dirigió una larga exposición al Rey en a que le felicitaba “por tan feliz mudanza” expresándoles sus sentimientos de amor y respeto. En reciprocidad fue nombrado ayudante de campo del Rey y condecorado con la gran cruz de San Fernando.
En las disputas entre liberales exaltados, partidarios de la intangibilidad de la Constitución y liberales moderados o doceañistas, proclives a reformarla, durante primer gobierno constitucional, la figura de Riego encarnaba, sin duda el espíritu de los primeros. “una idea del pueblo en armas, una mística revolucionaria y una sensación de tutela cívico militar sobre las instituciones”, como señala juan Francisco Fuentes “una especie de jacobinismo a la española”.

En agosto de 1820, el marqués de las Amarillas, ministro de la Guerra decretó la disolución del ejército de la Isla, dejando a la revolución sin su brazo armado. Riego, nombrado Capitán General de Galicia tuvo la debilidad de trasladarse a Madrid para defender su ejército, siendo recibido por el Rey y el Gobierno y agasajado por los sectores más liberales de la opinión pública. En uno de estos actos, celebrado en el teatro del Príncipe,  sus partidarios, tras cantar el “Himno de Riego”, se arrancaron con el “Trágala” canción gaditana considerada subversiva.
 
Sus enemigos le acusaron de participar y hasta arengar a sus partidarios  en un acto hostil al Gobierno, lo que le causó la destitución de su cargo y el destierro a Oviedo. Incluso en las Cortes llegó a ser acusado de “republicanismo” por boca del “divino” Argüelles. No obstante, las disensiones entre las facciones liberales, le valieron a Riego un segundo nombramiento como Capitán General de Aragón en noviembre de 1820.
El alejamiento de la Cortes no le libró, sin embargo, de nuevas persecuciones. Así una supuesta conjuración republicana, no más allá de un “cuento de viejas” según un contemporáneo, fue el pretexto del Gobierno para destituirle en su cargo de Capitán General de Aragón y mandarle destinado a Lérida. Ello le confirió nueva popularidad, aun a su pesar. Diríase,  señala el profesor Fuentes, “que cuanto menos hacía por agrandar su fama de caudillo revolucionario, mayores eran las sospechas que infundía en sus enemigos y cuanto mayor era la hostilidad del moderantismo hacia él, mayor su prestigio entre los exaltados”.

En septiembre de 1821, al conocerse en Madrid la noticia  de su destitución, los liberales radicales promovieron una manifestación-homenaje a Riego que fue prohibida por el jefe político (figura antecedente del gobernador civil) de la provincia, general José Martínez de San Martin, apodado por sus enemigos  “Tintín de Navarra” (El Zurriago, 1821). El enfrentamiento entre manifestantes y las fuerzas de la Milicia Nacional es el episodio que se conoce con el jocoso nombre de “batalla de las Platerías” que se saldó con algunos contusionados y con el retrato de Riego abandonado en medio de la calle.

Las cosas parecieron tranquilizarse algo, a finales del año que concluyó con la elección de Riego como diputado por Asturias para la nueva legislatura en la que incluso llegó  a desempeñar por breve tiempo la presidencia de la Cámara (desde el 25 de febrero al 31 de marzo de 1822). Antes, el 15 de octubre de 1821 Rafael se había casado por poderes con su sobrina, María Teresa del Riego y Riego, quince años más joven que él[4].
Siendo diputado quiso Riego reconciliarse con sus adversarios políticos y no dudó para ello en hacer autocrítica en carta dirigida a su paisano José Canga Argüelles. Al mismo espíritu de conciliación entre los dos bandos en que estaba dividida la familia  liberal obedeció la adopción del “Himno de Riego” como marcha nacional decretada por las Cortes el 7 de abril de 1822, pero la reconciliación duraría poco tiempo.  El fracaso de la  contrarrevolución del 7 de julio llevó al poder a los exaltados, principales beneficiarios de aquellos hechos lo que exacerbó las tensiones entre las facciones liberales.
La Santa Alianza de las potencias europeas decidió la intervención en España y el general Riego se aprestó a tomar las armas en defensa de la nación.  Al producirse la invasión de los Cien Mil hijos de San Luis de 1823 dirigió a las Corte una importante exposición y el 24 de junio aparece en Málaga  al frente del tercer ejército de operaciones, pero fue víctima del fracaso general del régimen que se hundía y que vio con sobrecogedora lucidez y de la traición de sus compañeros. El 14 de septiembre se refugió en el cortijo de El Pósito, cerca de Torre Pero Gil (Jaén) de donde unos guías le llevaron a Arquillos cuyo alcalde le hizo prisionero, trasladándole preso a La Carolina.


El 2 de octubre Riego fue llevado a Madrid fuertemente custodiado y siendo objeto en el camino de toda clase de vejaciones y encerrado en el  Seminario de Nobles primero y en las cárceles de la Corona y de la Corte después. Le fue incoado un proceso, más bien simulacro de juicio, a cargo del alcalde de sala  Alfonso Cavia cuyo resultado fue la condena a muerte por haber votado siendo diputado la destitución temporal de Fernando VII. Para mayor ensañamiento se dispuso el descuartizamiento de su cadáver y el reparto de sus miembros por los lugares más emblemáticos de su biografía, aunque no consta que ello se produjese.

La sentencia se cumplió en la Plaza de la Cebada de Madrid el 7 de noviembre ante numeroso público que guardó un sobrecogedor silencio. El reo fue arrastrado por las calles hasta el patíbulo vestido con un sayal negro y metido en un serón, como si fuera un condenado por el Santo Oficio, con el siniestro acompañamiento de unos frailes que le exhortaban al arrepentimiento. No hay constancia de que se produjera, como al día siguiente se afirmó por las autoridades, una retractación pública escrita y firmada por él. 
No quiso nunca Riego, a pesar de las incitaciones, convertirse en un dictador revolucionario. Nunca dudo en su lealtad al gobierno constitucional. La popularidad mítica que alcanzó Riego no estuvo en relación con su clarividencia histórica sino que fue debida a su heroísmo, asu abnegación y a su martirio.
Para finalizar esta entrada señalaremos que el 21 de octubre de 1835, la reina regente María Cristina, a instancias del presidente del Consejo de Ministros, Juan Álvarez Mendizábal, buen amigo de Riego, firmó un decreto por el que el general Rafael del Riego era “repuesto en su buen nombre, fama y memoria”. No me parece ocioso trascribir su texto[5].

 

Real Decreto

Si en todas ocasiones  es grato a mi corazón enjugar las lágrimas de los súbditos de mi amada Hija mucho más lo es cuando a este deber de humanidad se junta la sagrada obligación de reparar pasados errores. El general D. Rafael del Riego, condenado a muerte  ignominiosa en virtud de un decreto posterior al acto de que se le acusó, y, por haber emitido su voto como diputado de la nación, en cuya calidad es inviolable, según las leyes vigentes entonces y el derecho público de todos los gobiernos representativos, fue una de aquellas víctimas que en los momentos de crisis hiere el fanatismo con la segur de la justicia. Cuando los demás que con su voto aprobaron la misma proposición que el general Riego gozan en el día de puestos distinguidos, ya en los cuerpos parlamentarios, ya en los Consejos  de mi excelsa Hija, no debe permitirse que la memoria de aquel general quede mancillada con la nota del crimen, ni su familia sumergida en la orfandad y la desventura. En estos días de paz y reconciliación para los defensores del Trono legítimo y de la libertad, deben borrarse, en cuanto sea posible,  todas las memorias amargas. Quiero que esta voluntad mía sea, para mi amada Hija y para sus sucesores en el Trono, el sello que asegure en los anales futuros de la historia española la debida inviolabilidad por los discursos, proposiciones y votos que se emitan en las cortes generales del reino.
Por tanto, en nombre de mi augusta Hija, la REINA DOÑA ISABEL II, decreto lo siguiente:
Art.1º El difunto general D. Rafael del Riego es repuesto en su buen nombre, fama y memoria.
Art.2º Su familia gozará de la pensión  y viudedad que le corresponda según las leyes.
Art.3º Esta familia queda bajo la protección especial de mi amada Hija DOÑA ISABEL II y durante su menor edad bajo la mía.
Tendreislo entendido, y lo comunicareis a quien corresponda.
Esta rubricado de la Real mano.
En el Pardo a 31 de octubre de 1835.

A D. Juan Álvarez Mendizábal, Presidente del Consejo de Ministros, interino
Demasiado tarde para alcanzar la justicia que en vano pidiera el general Riego al Rey Fernando, su esposo.

© Manuel Martínez Bargueño